Por Daniel Goleman
El diseño biológico que rige nuestro espectro emocional no lleva cinco ni cincuenta generaciones evolucionando; se trata de un sistema que está presente en nosotros desde hace más de cincuenta mil generaciones y que ha contribuido, con demostrado éxito, a nuestra supervivencia como especie. Por ello, no hay que sorprenderse si en muchas ocasiones, frente a los complejos retos que nos presenta el mundo contemporáneo, respondamos instintivamente con recursos emocionales adaptados a las necesidades del Pleistoceno.
En esencia, toda emoción
constituye un impulso que nos moviliza a la acción. La propia raíz etimológica
de la palabra da cuenta de ello, pues el latín movere significa
moverse y el prefijo edenota un objetivo. La emoción, entonces, desde el
plano semántico, significa “movimiento hacia”, y basta con observar a los
animales o a los niños pequeños para encontrar la forma en que las emociones
los dirigen hacia una acción determinada, que puede ser huir, chillar o
recogerse sobre sí mismos. Cada uno de nosotros viene equipado con unos
programas de reacción automática o una serie de predisposiciones biológicas a
la acción. Sin embargo, nuestras experiencias vitales y el medio en el cual nos
haya tocado vivir irán moldeando con los años ese equipaje genético para
definir nuestras respuestas y manifestaciones ante los estímulos emocionales
que encontramos.
Un par de décadas atrás,
la ciencia psicológica sabía muy poco, si es que algo sabía, sobre los
mecanismos de la emoción. Pero recientemente, y con ayuda de nuevos medios
tecnológicos, se ha ido esclareciendo por vez primera el misterioso y oscuro
panorama de aquello que sucede en nuestro organismo mientras pensamos,
sentimos, imaginamos o soñamos. Gracias al escáner cerebral se ha podido ir
desvelando el funcionamiento de nuestros cerebros y, de esta manera, la ciencia
cuenta con una poderosa herramienta para hablar de los enigmas del corazón e
intentar dar razón de los aspectos más irracionales del psiquismo.
Alrededor del tallo
encefálico, que constituye la región más primitiva de nuestro cerebro y que
regula las funciones básicas como la respiración o el metabolismo, se fue
configurando el sistema límbico, que aporta las emociones al repertorio de
respuestas cerebrales. Gracias a éste, nuestros primeros ancestros pudieron ir
ajustando sus acciones para adaptarse a las exigencias de un entorno cambiante.
Así, fueron desarrollando la capacidad de identificar los peligros, temerlos y
evitarlos. La evolución del sistema límbico estuvo, por tanto, aparejada al
desarrollo de dos potentes herramientas: la memoria y el aprendizaje.
En esta región cerebral
se ubica la amígdala, que tiene la forma de una almendra y que, de hecho,
recibe su nombre del vocablo griego que denomina a esta última. Se trata de una
estructura pequeña, aunque bastante grande en comparación con la de nuestros
parientes evolutivos, en la que se depositan nuestros recuerdos emocionales y
que, por ello mismo, nos permite otorgarle significado a la vida. Sin ella, nos
resultaría imposible reconocer las cosas que ya hemos visto y atribuirles algún
valor.
Sobre esta base cerebral en
la que se asientan las emociones, fue creándose hace unos cien millones de años
el neocórtex: la región cerebral que nos diferencia de todas las demás especies
y en la que reposa todo lo característicamente humano. El pensamiento, la
reflexión sobre los sentimientos, la comprensión de símbolos, el arte, la
cultura y la civilización encuentran su origen en este esponjoso reducto de
tejidos neuronales. Al ofrecernos la posibilidad de planificar a largo plazo y
desarrollar otras estrategias mentales afines, las complejas estructuras del
neocórtex nos permitieron sobrevivir como especie. En esencia, nuestro cerebro
pensante creció y se desarrolló a partir de la región emocional y estos dos
siguen estando estrechamente vinculados por miles de circuitos neuronales.
Estos descubrimientos arrojan muchas luces sobre la relación íntima entre
pensamiento y sentimiento.
La emergencia del
neocórtex produjo un sinnúmero de combinaciones insospechadas y de gran
sofisticación en el plano emocional, pues su interacción con el sistema límbico
nos permitió ampliar nuestro abanico de reacciones ante los estímulos
emocionales y así, por ejemplo, ante el temor, que lleva a los demás animales a
huir o a defenderse, los seres humanos podemos optar por llamar a la policía,
realizar una sesión de meditación trascendental o sentarnos a ver una comedia
ligera. Asimismo, con el neocórtex emergió en nosotros la capacidad de tener
sentimientos sobre nuestros sentimientos, inducir emociones o inhibir las
pasiones.
Orgullosos de nuestra capacidad
para controlar nuestras emociones, hemos caído en la trampa de creer que
nuestra racionalidad prima sobre nuestros sentimientos y que a ella podemos
atribuirle la causa de todos nuestros actos. Pero, a diferencia de lo que
pensamos, son muchos los asuntos emocionales que siguen regidos por el sistema
límbico y nuestro cerebro toma decisiones continuamente sin siquiera
consultarlas con los lóbulos frontales y demás zonas analíticas de nuestro
cerebro pensante. Recuerde, simplemente, la última vez en que perdió usted el
control y explotó ante alguien, diciendo cosas que jamás diría.
Los estudios neurológicos
han encontrado que la primera región cerebral por la que pasan las señales
sensoriales procedentes de los ojos o de los oídos es el tálamo, que se encarga
de distribuir los mensajes a las otras regiones de procesamiento cerebral.
Desde allí, las señales son dirigidas al neocórtex, donde la información es
ponderada mediante diferentes niveles de circuitos cerebrales, para tener una
noción completa de lo que ocurre y finalmente emitir una respuesta adaptada a
la situación. El neocórtex registra y analiza la situación y acude a los
lóbulos prefrontales para comprender y organizar los estímulos, en orden a
ofrecer una respuesta analítica y proporcionada, enviando luego las señales al
sistema límbico para que produzca e irradie las respuestas hormonales al resto
del cuerpo.
Aunque esta es la forma
en la que funciona nuestro cerebro la mayor parte del tiempo, Joseph LeDoux -en
su apasionante estudio sobre la emoción- descubrió que, junto a la larga vía
neuronal que va al córtex, existe una pequeña estructura neuronal que comunica
directamente el tálamo con la amígdala. Esta vía secundaria y más corta, que
constituye una suerte de atajo, permite que la amígdala reciba algunas señales
directamente de los sentidos y dispare una secreción hormonal que determina
nuestro comportamiento, antes de que esas señales hayan sido registradas por el
neocórtex.
El problema que esto
puede y suele suscitar consiste en que la amígdala ofrece respuestas inmediatas
que no tienen en cuenta la situación en toda su complejidad, sino que se
limitan a asociarla con los recuerdos emocionales que guarda almacenados para
proveer así la repuesta que considere adecuada. Si bien esto podría ser
determinante para la supervivencia de nuestros ancestros en situaciones en las
que unas milésimas de segundos significaban la diferencia entre vida o muerte,
en el sofisticado mundo social de hoy en día puede resultar desproporcionado y
hasta catastrófico.