Por Daniel Goleman
Diversos estudios de largo plazo han ido observando las vidas de los chicos que puntuaban más alto en las pruebas intelectivas o han comparado sus niveles de satisfacción frente a ciertos indicadores (la felicidad, el prestigio o el éxito laboral) con respecto a los promedios. Todos ellos han puesto de relieve que el coeficiente intelectual apenas si representa un 20% de los factores determinantes del éxito.
El 80% restante depende
de otro tipo de variables, tales como la clase social, la suerte y, en gran
medida, la inteligencia emocional. Así, la capacidad de motivarse a sí mismo,
de perseverar en un empeño a pesar de las frustraciones, de controlar los
impulsos, diferir las gratificaciones, regular los propios estados de ánimo,
controlar la angustia y empatizar y confiar en los demás parecen ser factores
mucho más determinantes para la consecución de una vida plena que las medidas
del desempeño cognitivo.
Tal como sucede con las
matemáticas o la lectura, la vida emocional constituye un ámbito que se puede
dominar con mayor o menor pericia. A menudo se nos presentan en el mundo
sujetos que evocan la caricatura estereotípica del intelectual con una
asombrosa capacidad de razonamiento, pero completamente inepto en el plano
personal. Quienes, en cambio, gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y saben
interpretar y relacionarse efectivamente con los sentimientos de los demás,
gozan de una situación ventajosa en todos los dominios de la vida, desde el
noviazgo y las relaciones íntimas hasta la comprensión de las reglas tácitas
que determinan el éxito en el ámbito profesional.
Si bien es cierto que en
toda persona coexisten los dos tipos de inteligencia (cognitiva y emocional),
es evidente que la inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la
clase de cualidades que más nos ayudan a convertirnos en auténticos seres
humanos. Uno de los críticos más contundentes con el modelo tradicional de
concebir la inteligencia es Howard Gardner. Este mantiene que la inteligencia
no es una sola, sino un amplio abanico de habilidades diferenciadas entre las
que identifica siete, sin pretender con ello hacer una enumeración exhaustiva.
Gardner destaca dos tipos
de inteligencia personal: la interpersonal, que permite comprender a los demás,
y la intrapersonal, que permite configurar una imagen fiel y verdadera de uno
mismo. De forma más específica, y siguiendo el sendero abierto por Gardner,
Peter Salovey ha organizado las inteligencias personales en cinco competencias
principales: el conocimiento de las propias emociones, la capacidad de
controlar estas últimas, la capacidad de motivarse uno mismo, el reconocimiento
de las emociones ajenas y el control de las relaciones.
Las habilidades
emocionales no sólo nos hacen más humanos, sino que en muchas ocasiones
constituyen una condición de base para el despliegue de otras habilidades que
suelen asociarse al intelecto, como la toma de decisiones racionales. El propio
Gardner ha dicho que en la vida cotidiana no existe nada más importante
que la inteligencia intrapersonal, ya que a falta de ella, no acertaremos en la
elección de la pareja con quien vamos a contraer matrimonio, en la elección del
puesto de trabajo, etcétera.
El caso de Elliot
constituye un ejemplo interesante de la forma en que esto sucede. Tras una
intervención quirúrgica en la que le extirparon un tumor cerebral, Elliot
sufrió un cambio radical en su personalidad y en pocos meses perdió su trabajo,
arruinó su matrimonio y dilapidó todos sus recursos. Aunque sus capacidades
intelectuales seguían intactas, como corroboraban los tests que se le
realizaron, Elliot malgastaba su tiempo en cualquier pequeño detalle, como si
hubiera perdido toda sensación de prioridad. Tras estudiar su caso, Antonio
Damasio encontró que con la operación se habían comprometido algunas conexiones
nerviosas de la amígdala con otras regiones del neocórtex y que, en
consecuencia, Elliot ya no tenía conciencia de sus propios sentimientos.
Pero Damasio fue un poco
más allá, y logró concluir que los sentimientos juegan un papel fundamental en
nuestra habilidad para tomar las decisiones que a diario debemos adoptar, pues
al parecer, la presencia de una sensación visceral es la que nos da la seguridad
que necesitamos para renunciar o proseguir con un determinado curso de acción,
disminuyendo las alternativas sobre las cuales tenemos que elegir. En suma,
muchas de las habilidades vitales que nos permiten llevar una vida equilibrada,
como la capacidad para tomar decisiones, nos exigen permanecer en contacto con
nuestras propias emociones.