Por Daniel Goleman
Los griegos llamaban sofrosyne a la virtud consistente en el cuidado y la inteligencia en el gobierno de la propia vida; a su vez, los romanos y la iglesia cristiana primitiva denominabantemperancia (templanza) a la capacidad de contener el exceso emocional. La preocupación, pues, por gobernarse a sí mismo y controlar impulsos y pasiones parece ir aparejada al desarrollo de la vida en comunidad, pues una emoción excesivamente intensa o que se prolongue más allá de lo prudente, pone en riesgo la propia estabilidad y puede traer consecuencias nefastas.
Si de una parte somos
esclavos de nuestra propia naturaleza, y en ese sentido es muy escaso el
control que podemos ejercer sobre la forma en que nuestro cerebro responde a
los estímulos y sobre su manera de activar determinadas respuestas emocionales,
por otra parte sí que podemos ejercer algún control sobre la permanencia e
intensidad de esos estados emocionales.
Así, el arte de
contenerse, de dominar los arrebatos emocionales y de calmarse a uno mismo ha
llegado a ser interpretado por psicólogos de la altura de D. W. Winnicott como
el más fundamental de los recursos psicológicos. Y como ha demostrado una
profusa investigación, estas habilidades se pueden aprender y desarrollar,
especialmente en los años de la infancia en los que el cerebro está en perpetua
adaptación. Para comprender mejor estas afirmaciones, veamos su aplicación en
el caso del enfado y la tristeza.
El enfado es una emoción
negativa con un intenso poder seductor, pues se alimenta a sí misma en una
especie de círculo cerrado, en el que la persona despliega un diálogo interno
para justificar el hecho de querer descargar la cólera en contra de otro.
Cuantas más vueltas le da a los motivos que han originado su enfado, mayores y
mejores razones creerá tener para seguir enojado, alimentando con sus
pensamientos la llama de su cólera. El enfado, pues, se construye sobre el
propio enfado y su naturaleza altamente inflamable atrapa las estructuras
cerebrales, anulando toda guía cognitiva y conduciendo a la persona a las
respuestas más primitivas.
Dolf Zillmann, psicólogo
de la Universidad de Alabama, sostiene que el detonante universal del enfado
radica en la sensación de hallarse amenazado, bien sea por una amenaza física o
cualquier amenaza simbólica en contra de la autoestima o el amor propio (como,
por ejemplo, sentirse tratado de forma injusta o ruda o recibir un insulto o
cualquier otra muestra de menosprecio).
Por su naturaleza
invasiva, el enfado suele percibirse como una emoción incontrolable e incluso
euforizante, y esto ha fomentado la falsa creencia de que la mejor forma de
combatirlo consiste en expresarlo abiertamente, en una suerte de catarsis
liberadora. Los experimentos liderados por Zillman han permitido concluir que
el hecho de airear el enojo de poco o nada sirve para mitigarlo. Aún más, Diane
Tice ha descubierto que expresar abiertamente el enfado constituye una de las
peores maneras de tratar de aplacarlo, porque los arranques de ira incrementan
necesariamente la excitación emocional del cerebro y hacen que la persona se
sienta todavía más irritada.
Benjamin Franklin
sentenció que siempre hay razones para estar enfadados, pero éstas rara
vez son buenas. El problema está en saber discernir. Los estudios empíricos de
Zillman le han servido para descubrir que una de las recetas más efectivas para
acabar con el enfado consiste en reencuadrar la situación dentro de un marco
más positivo. Para ello, conviene hacer conciencia de los pensamientos que
desencadenaron la primera descarga de enojo, pues muchas veces una pequeña
información adicional sobre esa situación original puede restarle toda su
fuerza al enfado.
En un experimento muy
elocuente, un grupo de voluntarios debía realizar ejercicios físicos en una
sala, dirigidos por un ayudante que, en realidad, era cómplice del investigador
y se limitaba a insultarlos y a provocarlos de múltiples formas. Al terminar la
actividad, los voluntarios tenían la posibilidad de descargar su cólera,
evaluando las aptitudes del ayudante para una eventual contratación laboral.
Como era de esperar, los ánimos estaban caldeados y las calificaciones que el
sujeto obtuvo fueron bajísimas.
En una segunda aplicación
del experimento se introdujo una variante: cuando terminaban los ejercicios,
entraba una mujer con los formularios y el ayudante, que en ese momento salía,
se despedía de ella de forma despectiva. Ella, sin embargo, parecía tomarse sus
palabras con buen humor y luego les explicaba a los asistentes que su compañero
estaba pasando por muy mal momento, sometido a intensas presiones por un examen
al que se sometería pronto. Esa pequeña información bastó para modular el
enfado de los voluntarios, quienes en esta ocasión calificaron de forma mucho
más benévola las aptitudes del ayudante.
Por otra parte, Zillman
ha descubierto que alejarse de los estímulos que pueden recordar las causas del
enfado y cambiar el foco de atención es otra forma muy efectiva de aplacarlo,
pues se pone fin a la cadena de pensamientos irritantes, se reduce la
excitación fisiológica y se produce una suerte de enfriamiento en el que la
cólera va desapareciendo. A juicio de Zillman, mediante unas distracciones adecuadas
en las que la mente tenga que prestar atención a algo nuevo, diferente y
entretenido (como ver una película, leer un libro, realizar un poco de
ejercicio o dar un paseo), es posible modificar el estado anímico y suavizar el
enfado, pues es muy difícil que éste subsista cuando uno lo está pasando bien.
De manera semejante a lo
que ocurre con el enfado, la tristeza es un estado de ánimo que lleva a la
gente a utilizar múltiples recursos para librarse de él, muchos de los cuales
resultan poco efectivos. Por ejemplo, Diane Tice ha comprobado que el hecho de
aislarse, que suele ser la opción escogida por muchos cuando se sienten
abatidos, solamente contribuye a aumentar su sensación de soledad y desamparo.
La tristeza como tal no
es necesariamente un estado negativo; por el contrario, puede desempeñar las
funciones necesarias para una recomposición emocional, como sucede con el duelo
tras la pérdida de un ser querido. Pero cuando adquiere la naturaleza crónica
de una depresión, puede erosionar la salud mental y física de una persona
llevándola incluso a cometer un suicidio.
Entre las medidas que han
demostrado mayor éxito para combatir la depresión se encuentra la terapia
cognitiva orientada a modificar las pautas de pensamiento que la rigen. Esta
terapia intenta conducir al paciente a identificar, cuestionar y relativizar
los pensamientos que se esconden en el núcleo de la obsesión y a establecer un
programa de actividades agradables que procure alguna clase de distracción,
como por ejemplo el aeróbic, que ha demostrado ser una de las tácticas más
eficaces para sacudirse de encima tanto la depresión leve como otros estados de
ánimo negativos.