Por Daniel Goleman
Por su poderosa influencia sobre todos los aspectos de la vida de una persona, las emociones se encuentran en el centro de la existencia; la habilidad del individuo para manejarlas actúa como un poderoso predictor de su éxito en el futuro. La capacidad de pensar, de planificar, concentrarse, solventar problemas, tomar decisiones y muchas otras actividades cognitivas indispensables en la vida pueden verse entorpecidas o favorecidas por nuestras emociones. Así pues, el equipaje emocional de una persona, junto a su habilidad para controlar y manejar esas tendencias innatas, proveen los límites de sus capacidades mentales y determinan los logros que podrá alcanzar en la vida. Habilidades emocionales como el entusiasmo, el gusto por lo que se hace o el optimismo representan unos estímulos ideales para el éxito. De ahí que la inteligencia emocional constituya la aptitud maestra para la vida.
Si comparamos a dos
personas con unas capacidades innatas equivalentes, una de las cuales se
encuentra en la cúspide de su carrera, mientras la otra se codea con la masa en
un nivel de mediocridad, encontraremos que su principal diferencia radica en
aspectos emocionales: por ejemplo, el entusiasmo y la tenacidad frente a todo
tipo de contratiempos, que le habrán permitido al primero perseverar en la
práctica ardua y rutinaria durante muchos años.
Diversos estudios han
trazado la correlación entre ciertas habilidades emocionales y el desempeño
futuro de una persona. Delante de un grupo de niños de cuatro años de edad se
colocó una golosina que podían comer, pero se les explicó que si esperaban
veinte minutos para hacerlo, entonces conseguirían dos golosinas. Doce años
después se demostró que aquellos pequeños que habían exhibido el autocontrol
emocional necesario para refrenar la tentación en aras de un beneficio mayor
eran más competentes socialmente, más emprendedores y más capaces de afrontar
las frustraciones de la vida.
De forma semejante, la
ansiedad constituye un predictor casi inequívoco del fracaso en el desempeño de
una tarea compleja, intelectualmente exigente y tensa como, por ejemplo, la que
desarrolla un controlador aéreo. Un estudio realizado sobre 1.790 estudiantes
de control del tráfico aéreo arrojó que el indicador de éxito y fracaso estaba
mucho más relacionado con los niveles de ansiedad que con las cifras alcanzadas
en los tests de inteligencia. Asimismo, 126 estudios diferentes, en los que
participaron más de 36.000 personas, han ratificado que cuanto más proclive a
angustiarse es una persona, menor es su rendimiento académico. Así pues, la
ansiedad y la preocupación, cuando no se cuenta con la habilidad emocional para
dominarlas, actúan como profecías autocumplidas que conducen al fracaso.
En cuanto al entusiasmo y
la habilidad para pensar de forma positiva, C. R. Snyder, psicólogo de la
Universidad de Kansas, descubrió que las expectativas de un grupo de
estudiantes universitarios eran un mejor predictor de sus resultados en los
exámenes que sus puntuaciones en un test llamado SAT, que tiene una elevada
correlación con el coeficiente intelectual. Según Snyder, la esperanza es algo
más que la visión ingenua de que todo irá bien; se trata de la creencia de
que uno tiene la voluntad y dispone de la forma de llevar a cabo sus objetivos,
cualesquiera que estos sean.
Con el optimismo sucede
algo parecido. Siempre que no se trate de un fantasear irreal e ingenuo, el
optimismo es una actitud que impide caer en la apatía, la desesperación o la
depresión frente a las adversidades. Martin Seligman, de la Universidad de
Pensilvania, lo define en función de la forma en que la gente se explica a sí
misma sus éxitos y sus fracasos. Mientras que el optimista ubica la causa de
sus fracasos en algo que puede cambiarse y que podrá combatir en el futuro, el
pesimista se echa la culpa de sus reveses, atribuyéndolos a alguna
característica personal que no es posible modificar. El mismo Seligman lideró
un estudio sobre los vendedores de seguros de una compañía norteamericana: así
descubrió que, durante sus primeros dos años de trabajo, los optimistas vendían
un 37% más que los pesimistas, y que las tasas de abandono del puesto entre los
pesimistas doblaban a las de sus colegas optimistas.
En síntesis, canalizar
las emociones hacia un fin más productivo constituye una verdadera aptitud
maestra. Ya se trate de controlar los impulsos, de demorar la gratificación, de
regular los estados de ánimo para facilitar el pensamiento y la reflexión, de
motivarse a uno mismo para perseverar y hacer frente a los contratiempos, de
asumir una actitud optimista frente al futuro, todo ello parece demostrar el
gran poder de las emociones como guías que determinan la eficacia de nuestros
esfuerzos.