Por Daniel Goleman
Una persona que carece de control sobre sus emociones negativas podrá ser víctima de un arrebato emocional que le impida concentrarse, recordar, aprender y tomar decisiones con claridad. De ahí la frase de cierto empresario de que el estrés estupidiza a la gente. El precio que puede llegar a pagar una empresa por la baja inteligencia emocional de su personal es tan elevado, que fácilmente podría llevarla a la quiebra. En el caso de la aeronáutica, se estima que el 80% de los accidentes aéreos responde a errores del piloto. Como bien saben en los programas de entrenamiento de pilotos, muchas catástrofes se pueden evitar si se cuenta con una tripulación emocionalmente apta, que sepa comunicarse, trabajar en equipo, colaborar y controlar sus arrebatos.
El tiempo de los jefes competitivos y manipuladores, que confundían la empresa con una selva, ha pasado a la historia. La nueva sociedad requiere otro tipo de superior cuyo liderazgo no radique en su capacidad para controlar y someter a los otros, sino en su habilidad para persuadirlos y encauzar la colaboración de todos hacia unos propósitos comunes.
En un entorno laboral de
creciente profesionalización, en el que las personas son muy buenas en labores
específicas pero ignoran el resto de tareas que conforman la cadena de valor,
la productividad depende cada vez más de la adecuada coordinación de los
esfuerzos individuales. Por esa razón, la inteligencia emocional, que permite
implementar buenas relaciones con las demás personas, es un capital inestimable
para el trabajador contemporáneo.
En un estudio publicado
en la Harvard Business Review, Robert Kelley y Janet Caplan compararon a
un grupo de trabajadores “estrella” con el resto situado en la media: con
respecto a una serie de indicadores, hallaron que, mientras que no había
ninguna diferencia significativa en el coeficiente intelectual o talento
académico, sí se observaban disparidades críticas en relación a las estrategias
internas e interpersonales utilizadas por los trabajadores “estrella” en su
trabajo. Uno de los mayores contrastes que encontraron entre los dos grupos
venía dado por el tipo de relaciones que establecían con una red de personas
clave.
Los trabajadores
“estrella” de una organización suelen ser aquellos que han establecido sólidas
conexiones en las redes sociales informales y, por lo tanto, cuentan con un
enorme potencial para resolver problemas, pues saben a quién dirigirse y cómo
obtener su apoyo en cada situación antes incluso de que las complicaciones se
presenten, frente a aquellos otros que se ven abocados a ellas por no contar
con el respaldo oportuno.
Por otra parte, y de
forma más general, la eficacia, la satisfacción y la productividad de una
empresa están condicionadas por el modo en que se habla de los problemas que se
presentan. Aunque muchas veces se evite hacerlo o se haga de forma equivocada, el feedback constituye
el nutriente esencial para potenciar la efectividad de los trabajadores. Al
proporcionar feedback, hay que evitar siempre los ataques generalizados
que van dirigidos al carácter de la persona, como cuando se le llama estúpida o
incompetente, pues éstos suelen generar un efecto devastador en la motivación,
la energía y la confianza de quien los recibe. Una buena crítica no se ocupa
tanto de atribuir los errores a un rasgo de carácter como de centrarse en lo
que la persona ha hecho y puede hacer en el futuro. Harry Levinson, un antiguo
psicoanalista que se ha pasado al campo empresarial, recomienda, para ofrecer
un buen feedback, ser concreto, ofrecer soluciones y ser sensible al
impacto de las palabras en el interlocutor.
En los entornos profesionales
contemporáneos, la diversidad constituye una ventaja competitiva, potencia la
creatividad y representa casi una exigencia de los mercados heterogéneos que
comienzan a imperar. Pero para poder sacarle provecho, se requiere la presencia
de aquellas habilidades emocionales que favorecen la tolerancia y rechazan los
prejuicios. A este respecto, Thomas Pettigrew, psicólogo social de la
Universidad de California, subraya una gran dificultad, pues las emociones
propias de los prejuicios se consolidan durante la infancia, mientras que las
creencias que los justifican se aprenden muy posteriormente. Así, aunque
es factible cambiar las creencias intelectuales respecto a un prejuicio, es muy
complejo transformar los sentimientos más profundos que le dan vida.
La investigación sobre
los prejuicios pone de relieve que los esfuerzos por crear una cultura laboral
más tolerante deben partir del rechazo explícito a toda forma de discriminación
o acoso, por pequeña que sea (como los chistes racistas o las imágenes de chicas
ligeras de ropa que degradan al género femenino). Existen estudios que han
demostrado que cuando, en un grupo, alguien expresa sus prejuicios étnicos,
todos los miembros se ven más proclives a hacer lo mismo. Por lo tanto, una
política empresarial de tolerancia y de no discriminación no debe limitarse a
un par de cursillos de “entrenamiento en la diversidad” en un fin de semana,
sino que debe permear todos los espacios de la empresa y constituir una
práctica arraigada en cada acción cotidiana. Si bien los prejuicios largamente
sostenidos no son fáciles de erradicar, sí es posible, en todo caso, hacer algo
distinto con ellos. El simple acto de llamar a los prejuicios por su nombre o
de oponerse francamente a ellos establece una atmósfera social que los
desalienta, mientras que, por el contrario, hacer como si no ocurriera nada
equivale a autorizarlos.